Decimos que los colores son cálidos y fríos, temperamentales, y siempre hemos tomado esto como invitación para que a través de ellos se exprese la emoción, lo más ciego y mudo en nosotros. Y entonces devienen en percepciones que permiten verse, que el cuerpo toma como su propia expresión. Se vuelven cuerpo a la luz, son como gradaciones de consciencia de una interioridad. Dentro de las artes plásticas y ya en sí mismos, por lo demás, los colores representan lo más puramente plástico.
Y este mismo efecto sensacional o abstracto, que en principio produce evidencias no figurativas todavía, causan los planos de la pintura. Por lo general, y al margen, la línea entra a su vez en juego conteniendo colores, o demarcando lugares, planos y formas. A ojos del espectador planos y colores, líneas y contornos se presentan con la misma espontaneidad de la lluvia o el brotar de la hierba: saltan simplemente a la vista desde lo invisible; el cómo hacer esto es la obra del artista.
Sin embargo, lo que llama nuestra atención en el trabajo de Luisa Richter no son las formas que da al magma de esas erupciones, es la manera cómo se demora, abre y nos señala los pasos de una reflexión en cada obra. Vale recordar que Luisa empezó pintando cortes de tierra en Venezuela, colores e iluminaciones subterráneos (niveles del ver en lo más oscuro, venimos diciendo: pinturas, expresiones). Empezar por mostrar cortes de tierra es como explotar la mina de las artes plásticas: nos da vislumbres del tránsito de lo que se ve a lo que no se ve. Y desde aquellos cortes hasta su trabajo más actual, nos plantea la tierra como espejo de lo que (nos) pasa; y al espacio entre uno y la tierra (entre la ceguera y el deslumbramiento) como seno de incubación del cual brota la obra.
Los trasvases entre tales extremos están a cargo del distraido espectador por vía de enfrentarse a aquello que lo embaraza. Afirmándose en las correspondencias que él establezca, la artista le señala plásticamente el constante camino de la creación. El camino que recorrido en común con todo cuanto existe, y en el cual, al seguir el mapa de cada una de sus obras, vamos descubriendo coincidencias con las huellas de las hierbas y de las estrellas. Con colores, trazos y recortes construye piezas que urgan raíces comunes y despiertan a la consciencia de esos vasos comunicantes, a partir de los cuales se trama el universo.
Pero vale insistir en la simplicidad de algo tan complejo, porque la artista no remite a absolutos sino a los hilos que tejen las cosas individuales; no a trascendencias, sino a pasos concretos, claros y atemporales.
A conexiones plásticas, esas que hace saltar a la vista; ellas son el fin que persigue siempre más allá. Demostraciones de una claridad que no se da por satisfecha.
Por cierto que, además de marcar el otro extremo de la ceguera, deslumbrar señala la dirección del recorrido: va hacia una ceguera de signo positivo sólo recuperable en la luz. Pues igual que cuando uno abandona el pueblo natal, regresar exige dar la vuelta al mundo, haber cumplido un ciclo, no podremos recuperar la ceguera sino después de verlo todo, de haber recorrido la entera esfera de la razón y la luz: de la distancia. Tal como describen los cuentos de hadas, en la aventura de vivir, dar marcha atrás equivale a regresión; mientras que llegar al bosque de los pájaros de luz y quedarse en él, por otra parte, olvidarse del terruño que espera, de su carencia de plumas de oro, sería igualmente un sinsentido. Es decir que la pasión es el impulso, la libertad (la posibilidad, dice Luisa) la meta.
Paleta a paleta, trazo a trazo, se acarrearon a la obra que hoy atendemos la tierra, el oro y el carbón; y a ella se incorporaron los restos de los naufragios propios y ajenos de la travesía, como todo espectador comprueba. Ahondar en esa mina del vivir, abrir a los ojos el lugar de la vida, desplegarlo en colores de luz es el extraordinario trabajo que hoy se nos muestra. Hecho evidentemente con las manos: en dibujos, collages, estampas y pinturas que a su vez funcionan plásticamente como habitaciones, grados, planos de comprensión.
Se dice por cierto, que el canto es la primera respuesta vocal, de la criatura humana, ante el entorno, y que comienza cada vez que a solas, o en grupo, uno se absorbe en un trabajo manual. Esto no es en principio bello, ni feo, no refiere ni a alegría ni a tristeza, pues hay cantos de agradecemiento y de queja, es un hecho simple de humanidad. Y es obvio que en tanto expresividad primordial, ese canto puede entenderse como la voz de todas las artes en general. Trata de lo que nos sale del pecho, nos abandona, al contacto con lo exterior. De eso que las artes nos devuelven formalmente dispuesto para la comprensión. En obras quehan de ser transparentes, sin embargo, porque el canto cede y va desapareciendo con cada herramienta que se interponga entre el sujeto y su pasión.
Colocada al borde del blanco desde hace mucho (de las mil tonalidades de blanco que se suceden en sus cuadros), en ese extremo de la ceguera, trampolín donde el cuerpo y la pasión ya se pierden de vista, Luisa pinta óleos que cantan las correspondencias entre las ciencias y la poética. A un ritmo bidimensional -dice ella-, levanta frías composiciones formales, sólidos entrecruzamientos, y muestra lo que pasa afuera y adentro, nuestra consistencia. Como toda obra válida, es una trampa para atrapar profundidad en primer plano, para poner en danza espacio y tiempo.
Caracas, Venezuela, Febrero del año 2001
Aun cuando desde 1959 Luisa Richter expone con regularidad en museos y galerías de Caracas, en su taller pueden apreciarse muchas de sus obras, especialmente aquellas fechadas desde los años setenta. No es que su obra carezca de circulación entre coleccionistas, sino que, más bien, su proceso creativo es muy intenso. No es por hacer una frase, pero es que, de manera cotidiana, exclusiva, Luisa Richter se dedica al oficio de la creación plástica.
De allí que, al plantearse una nueva exposición de la artista, se tenga en cuenta tanto su producción reciente, de 1997 - 1998, como obras de años anteriores, concretamente de los setenta y los ochenta, a modo de selección.
Volver a ver cuadros de Luisa Richter implica experimentar la certeza de acercarse a un lenguaje plástico. El suyo no se distingue por facilitar códigos de acceso popular. El suyo permanece entre planos y reflejos, entre cruces y conexiones, entre instantes y componentes, entre vacíos y plenitudes, entre la memoria y la metáfora, entre la tela y el papel, en fin, en los escenarios de la visibilidad.
En su pintura, Richter trabaja texturas, transparencia y planos de una geometría espacial. El sujeto de su pintura es el espacio y su fuga. Geometría en el espacio sin centro ni tiempo, en el cual, a veces, breves datos figurativos suceden en medio de planos, reflejos y el persistente sentido constructivo. Fuga por la profundidad del espacio o la disposición de las líneas. Fuga por el recurso del damero y por cambios visuales que genera. Pero ésta ha sido transitoria en su obra mientras que el espacio permanece y constituye el eje de su hacer. La fuga, entonces, se invierte en la idea de lo transitorio. Paralelo a su pintura tenemos su obra sobre papel, esos collages en base a antiguos grabados, dibujo, escritura y pintura, donde la artista muestra el valor múltiple de los signos; todo un potencial de líneas -(de papel, de pincel, de tinta)- que ensayan una gramática del espacio -- tiempo.
Las diagonales son muy importantes y constituyen tránsitos visuales alternativos a las líneas rectas, a los dinteles, al marco que aparece y reaparece. De su línea me ha comentado el maestro Iván Petrovszky que "son de carácter, siempre rectas, nunca ondulantes y por lo general de gran sobriedad". Líneas en vínculo y contrastadas.
En alguna época la crítica habló de expresionismo al referirse a la pintura de Richter, la misma manera que su paleta era de amplio registro cromático. Luego, en los años ochenta, predominaron los acentos azules en su pintura. Eran espacios cerrados, en perspectivas, en rombos que reflejan oblicuidad y viceversa, con círculos y cuadrados inacabados o abiertos, con un color tras el color, con gruesas líneas que estructuran los fragmentos de lo construidos, con una riqueza cromática que desplazaba. Progresivamente, las texturas, la dinámica de la materia y la agresividad de la imagen.
Después vendría un cambio no solo del color, sino incluso del recurso de la línea, muchas veces gruesas y en primer plano, como refundando lo acontecido en la obra. Timbre de grises y campos blancos como para signar una melancolía del pintor, de aquello que constituye una visión en permanencia.
Cuando vemos su óleo "Corte de tierra", de 1959, encontramos varias señales de todo su hacer: la luz que viene desde el fondo de la obra, las enérgicas líneas del pincel que enmarcan el espacio, un color entre gris, azul y negro e incluso su firma de autor en letra de molde. La afinidad con "Contornos", de 1974, es asombrosa. Los nexos con "La casa del olvido", de 1984, revelan la coherencia de un pensamiento visual. El fraseo con "Tacarigua", de 1988, comedido en su formulación, es propio de una visión que se sostiene en medio de su renovación. He oído decir a Petrovszky esta frase que define la pintura de Richter: "Tiene el cromatismo de la música de cámara ya que con pocos instrumentos alcanza la pureza tonal".
Roberto Guevara se refería, en 1980, a las telas de Richter como el "lugar de verificación", aquélla de la verdad individual, aquélla de la imagen como una experiencia de la realidad. Así mismo Guevara señalaba "el doble ámbito de los tiempos" que implica esta obra, por lo que también entendemos el espacio dual de la visión entre la condición interior del ser y los datos eternos de las circunstancias.
Ese doble ámbito Luisa Richter lo elabora a partir del blanco, de tonos blancos que puedan alcanzar el gris o atmosféricos azules y cruzar por medio de restos de ocres. Blancos de gruesos y fuertes trazos, blancos que pasan de uno a otro plano. Línea y color en un proceso de expansión o concentración, de instantes y perímetros. "Espacio Plano", fue el título de una serie de óleos suyos mostrados en Venecia en 1978. El blanco, dice Cirlot, "en cierto modo es más que un color" y seguidamente la atribuye el valor de simbolizar la totalidad y la síntesis de lo distinto". El blanco, entonces, como un elemento único que es, a la vez, atmósfera, materia, línea, gestualidad y signo. El blanco es la reafirmación de la imagen sensible.
Todo lo anterior para volver al punto primordial según el cual la obra es materia y forma. En el caso de Richter, sus formas expresivas no solo son cuadrados y rectángulos tradicionales, sino incluso pequeños óvalos, largos rectángulos y muy grandes o reducidos formatos. Además, no solo integra tela y papel, sino que incluso toma para sí, fragmentos de obras suyas - que por alguna razón no le interesó en su integridad - para reincorporarlas a nuevas creaciones. Su sentido del collage, en conclusión, no solo sucede en sus trabajos sobre papel sino también en sus cuadros.
La materia continúa condicionada por lo acumulativo, aunque desde que impera el proceso en base al blanco y el gris, su espacio, su signo, su grafía, se hace tras la luz, sucede tras su arquitectura. "entre la luz y las cosas" - diría ella misma. Luz que en su caso, tal como advertía María Elena Ramos en 1988, se comporta "como un hacedor de lo fluido, de lo inacabado".
A lo largo de los años la obra de Richter se caracteriza por una síntesis del lenguaje, por una persistencia de la pregunta existencial, por un empeñarse en lo visual que se fundamenta en la transmutación. Su obra es el resultado de una interiorización y su convocatoria se produce en el enigma que pudiera reflejarnos. "La pintura, dice la artista, trae a cada instante una nueva sorpresa".
Marzo 1999
Las pinturas de Luisa Richter, más que las de cualquier otro artista relevante de las últimas cuatro décadas, han desmentido rotundamente la cantilena plañidera que proclamaba la muerte de la pintura. Esto se ve confirmado no sólo por la proximidad textural de sus telas, la amplitud conmovedora y controlada del gesto, o la inteligencia de sus estrategias cromáticas., También lo confirma el hecho de que Richter forma parte del puñado de artistas vivos que realmente piensan cuando pintan y dramatizan las condiciones por medio de las cuales cobra vida el pensamiento estético. Richter es una gloria tanto del arte Europeo, particularmente del de su Alemania natal, como del de Sudamérica, donde es una figura reverenciada, especialmente en Venezuela, su segunda patria.
En su casa de concreto y vidrio de severo estilo Le Corbusier, construida en la cima de una montaña cubierta de rica vegetación, en las afueras de Caracas ha ejecutado algunos de los cuadros más sorprendentes de su generación. Lo que los hace importantes es su habilidad para captar la acción de abstracción de la imaginación pictórica y comprender los fundamentos del pensamiento espacial, al mismo tiempo que clarifican el proceso por el cual se logran estas hazañas creativas. En términos más simples, las pinturas de Richter aglutinan los dominios intuitivos y analíticos del pensamiento, y sirven como ventanas introspectivas (por oposición a las estrechamente autorreferenciales) desde las que se divisa esta simultaneidad, esta poética de la pintura. Lo que en otros artistas es un numero registro de la acción y la pasión, o el deleite en la materia y el color, en Richter se transforma en un acto casi metafísico-el de hacer tangible una idea que, paradójicamente, no puede ser contenida en la imagen, aun cuando es, al mismo tiempo, inseparable de ella.
Es como si cada pintura planteara una pregunta inefable, y como si dicha pregunta, más que la respuesta, fuese siempre el principal objetivo de la obra. ¿Que permutaciones de un círculo pueden continuar significando el infinito aun cuando hayan dejado de ser círculos? ¿ Pueden un círculo o una esfera ser representados, y por lo tanto concretar una presencia a nivel mental, por medio de una porción cualquiera, un arco o algún eco de redondez?
¿y de qué forma altera al arquetipo las sombras y la fragmentación? ¿ Qué papel juegan nuestras frustraciones relativas a la fragilidad o intratabilidad de la materia en el deleite que encontramos en la luz? ¿de qué manera la refracción o la dispersión, o ambas, exaltan la idea de la forma, que constituye una amenaza para su visibilidad directa?
No se trata de una pregunta oculta perturbe cada pintura de Richter, sino de que cada pintura obliga al espectador a conjura esta clase de preguntas. A su vez, estos interrogantes nos hacen regresar a la pintura para disfrutar de sus líricos laberintos de luz, gesto y forma. En esencia, las pinturas de Richter se encuentran en la temporalidad de la creación como acto en el que los fundamentos de la percepción se unen de maneras nuevas casualidades y secuencias, nuevos parámetros.
Estos sensuales torbellinos de pensamiento y materia proponen un nuevo conocimiento del tiempo. Si bien artistas anteriores destilaron imágenes texturales abstractas y no referenciales de la "realidad", Richter pregunte si no se está llevando a cabo un viaje simultáneo del pensamiento , si la pintura como imagen y la forma como esencia no son igualmente atraídas hacia la vida, el reconocimiento y la función. La temporalidad de la imaginación tiene que ver, precisamente con una gravedad doble. Richter absorbió la sensibilidad hacia lo geométrico del modernismo inspirado en el constructivismo y de sus sucesivos herederos, especialmente en Venezuela, cuyos artistas cinéticos dominarían el escenario de posguerra. También hizo suyas una variedad de tendencias informalistas y abstractas que tuvieron mayor preponderancia en Europa y Norteamérica durante ese mismo tiempo.
Su luminoso entorno tropical también empujó a su imaginación hacia las serie de libertades físicas que habrían sido difíciles de aprovechar en otro medio.
La Marca de una gran artista, como lo es Richter, es la habilidad para transformar aquello que alguna vez ejerció su influencia sobre ella de manera tal que debido a su obra no podamos volver a pensar en estos orígenes de la misma forma. Ella a levado la forma geométrica, la abstracción gestual, el color y la luz al nivel de imágenes y premisas del pensamiento. El ojo se desplaza de superficies guijarrosas a insinuaciones de pigmentos, como si cada pintura -tanto un paisaje incontenible como una arquitectura luminosa- intentara volverse tan compleja e inmediata, compartimentada y simple como el mundo mismo.
Gracias a Luisa Richter, ya no es necesario que nadie se disculpe por la implacable fertilidad de la pintura.
Miami-USA, Junio del año 2002
Motivado por la situación venezolana, Galería Medicci ha clausurado temporalmente su local en la ciudad de Caracas.
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